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Eduardo Gimenez
PrólogoTodo tiempo pasado,¿fue mejor?
La ciudad de Ramos Mejía, distante algo más de catorce kilómetros de la plaza del Congreso en la Capital Federal, presenta hoy un aspecto asombroso.
Detengámonos por caso cualquier día hábil, a las seis de la tarde, en una esquina céntrica: el cruce de la avenida Rivadavia con la calle Bolívar. Varias torres de departamentos y oficinas, de quince o más pisos, proyectan su sombra sobre un tránsito intenso de personas y vehículos motorizados de todo tipo. La boca del túnel que comunica con la estación del Ferrocarril Sarmiento y con la plaza adyacente arroja en forma continua oleadas de estudiantes y empleados que regresan de sus ocupaciones.
En medio de ese torbellino incesante y bullicioso, de ese abrumador crecimiento edilicio, pensemos por un instante cómo sería este lugar hace ochenta años, también a las seis de la tarde. La avenida Rivadavia era todavía angosta y había sido adoquinada recientemente. Mostraba un caserío de planta baja, muchos terrenos baldíos y el paso de carros y chatas de tracción animal. La calle Bolívar, como todas en el pueblo, era de tierra y se convertía en un lodazal en época de lluvia, o quedaba cubierta de polvo bajo el sol del verano.
Es difícil comprender cómo, en pocas décadas, se han dado tantas transformaciones en el paisaje urbano y en la gente y sus costumbres.
Entornemos los ojos para facilitarle a la memoria las imágenes de antaño, para que se hagan ciertos los recuerdos del ayer, teñidos con cierta amable nostalgia, en absoluto triste. Todo tiempo pasado, ¿fue mejor?
No abordaremos esta polémica pregunta en las páginas que siguen. Digamos que no fue peor ni mejor que el tiempo presente: fue distinto.
Además no todo ha cambiado. Son inmutables los sueños, las pasiones, las inquietudes que dominan al ser humano. Imaginemos, por ejemplo, en aquella tarde de hace ochenta años, a un joven que acaba de asegurar las riendas de su caballo en el palenque que existía frente a la estación. Tal vez sea un vecino de las numerosas quintas de los alrededores, o un peón de la cercana cabaña, o acaso un cuarteador, de aquellos que eran requeridos para sacar a los carruajes de su atascadero en los barriales y huellones del pueblo. Mezcla de criollo y porteño, con el ala del sombrero quebrada sobre el rostro, botas de media caña en cuero negro y pañuelo al cuello.
Ese mozo se ha citado con su novia, a las seis de la tarde. Es el amor que va por la calle, a la hora en que el sol, sin obstáculo alguno que nos impida verlo, se hunde lentamente en el horizonte. Por los alrededores transita alguno que otro vecino, mientras la quietud y el silencio se van apoderando del lugar.
Los sentimientos de esa pareja de enamorados siguen siendo en esencia los mismos que inquietan a los jóvenes de hoy, que vemos pasar vestidos con blue jeans, desplazándose ajenos al movimiento que los rodea, envueltos en la música de las disquerías, en tanto el sol ya se ha ocultado detrás de los altos edificios.
* * *
Los apuntes que componen este libro han sido escritos evocando viejos recuerdos personales, propios y de algunos amigos de la ciudad. También hemos hojeado añejos documentos obrantes en alguna colección particular, y consultado diversos libros y ensayos sobre el tema (ver Bibliografía).
Nuestro agradecimiento a quienes ofrecieron y brindaron su colaboración, los señores Carlos Alberto Andreola, Donato Pascual Caprio, Juan Cogorno, Carlos Alberto González, Mario Rodolfo Gasparri, Eduardo Abel Gimenez, Enrique Ramos Mejía, José María Pico, Jorge Rappa, Jorge Rossi, Aldo Luis Torricella, Adrián Valencia, Douglas Wright, y otros, que han aportado importante documentación.

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